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Todas somos Jennifer Aniston

Digámoslo de una vez: Todas hemos soñado alguna vez en la vida ser Jennifer Aniston. Entre el peinado perfecto de «Friends», el guardarropas de la misma serie —donde hasta los pijamas eran increíblemente simples y bacanes—, el pololeo y matrimonio con Brad Pitt… y después, el mal rato.

Llega Angelina, la mina que todo lo puede, con seis metros de piernas, con una sensualidad que pone nervioso a cualquiera, con ese aire de «me pasé para mina pero no me doy cuenta» y zas. Jennifer gorreada. Y la que no la quería antes por perfecta, inevitablemente, termina identificada con ella. Flaca, rubia, perfecta, simpática, querible… gorreada, sufriendo, públicamente víctima de una infidelidad. ¿Cómo no quererla?

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Pasan los años y ella sigue siendo la favorita. Mes por medio le inventan un embarazo, y una, que ha pasado la vida entera explicando que no quiere tener hijos, que muchas gracias pero mejor no multiplicarse o reproducirse hasta que haya certeza que el asunto va a prosperar… empatiza con ella.

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Hace unos días, escribió un ensayo diciendo que no está embarazada, sino que está harta (acá puedes leer todas sus palabras). Cansada que le pregunten qué pasa, si quiere a su marido nuevo, si está peleada con la amiga, si esa «guata» es porque se comió una hamburguesa o porque está embarazada… imposible no empatizar.

Todos la miramos, la admiramos, la queremos, esperamos que le vaya bien, y nos sirve para consolarnos cuando la ida no anda bien. «Si Jennifer Aniston no lo tiene todo, yo me puedo relajar». Hay algo en ella que hace empatizar y quererla. Es como el espejo con aumento donde uno se ve flaca, en la tienda, y después en la casa la ropa te queda mal.

Amo a Jennifer y hace que me sienta mal por mirarla tan de cerca. ¿Qué tiene de malo asumirlo?

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