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La (mala) memoria

Esta semana, Claudia Aldana nos habla de su (mala) memoria y nos cuenta por qué hay momentos y personas que simplemente no se pueden olvidar.

Paseando por Instagram, me encontré con un texto que escribió la gran @aldeapardo. En su hermoso lettering, decía: “No me acuerdo de la primera vez que te vi. Pero nunca me voy a olvidar de la última. Y de sentir, todas las veces entre medio, que quería verte todo el tiempo”.

Además de darle like y hacerle un pantallazo, me dejó pensando en algo muy contradictorio. Cada día tengo peor memoria: se me olvida dónde estacioné el auto, me quedo en la mitad de frases de algunas conversaciones casuales, se me pasan algunos cumpleaños, se me quedan cosas en la casa, pero… hay momentos -inútiles, si lo pensamos en serio- que tengo grabados y que no se me olvidan.

Hoy, puedo recordar perfectamente la primera vez que vi a alguien que para mi es importante, en el 2002, pese a que estaba ahí, sin tener un gran papel en la escena, y sin que me haya gustado particularmente. Pasan los años y recuerdo perfecto dónde estábamos sentados cada uno de los que éramos parte del momento y sé que fue la primera vez que nos vimos. Nunca se lo he dicho, porque me da miedo pasar por loca. Pero lo sé. Lo vi.Lo recuerdo. Y pasaron más años y volvimos a vernos y siempre, siempre que conversamos, tengo una absurda sensación de comodidad. De no tener que impresionarlo. De ser capaz de compartir silencios sin que sea incómodo.

Cuando alguien nos gusta, sacamos todas las plumas de pavo real y ponemos toda la carne a la parrilla para pasar por la mejor versión pública de nosotros mismos. Con el, no me pasa. Dejo las plumas de pavo real guardadas y descanso. Sé que no necesito la parafernalia ni los fuegos artificiales. Hay personas, como él, con quienes la versión minimalista me funciona.

La conquista en general, vista con calma y sin las hormonas alteradas como petazetas está llena de detalles absurdos. Levante la mano la que ha sacado celos, la que ha perseguido sin que se note, la que se ha hecho amiga de alguien para acercarse de forma poco evidente a quien le gusta. Las tácticas para acercarse a otro son infinitas. Confiesen: en cuántas actividades absurdas se han visto para conocer al que les tinca.

Yo: misa, clases de teatro, fogata en la playa, gimnasio, clases de guitarra, trekking extremo, viaje a ver un partido de fútbol a Buenos Aires… no quiero seguir porque ya quedó claro. A veces estiramos un interés para convertirlo en algo más y en el camino, al tratar de convertirlo en algo real, perdemos quién de verdad somos. Después de lograr conectarse, hay que mantener quién somos y ahí me he visto yo, comentando por tres meses un partido de fútbol que en realidad, nunca me interesó. Por eso, cuando hablo de alguien con quien me siento cómoda en la versión minimalista, es justo eso: por él iría a ver ese partido, pero de alguna forma, sé que no lo necesito.

No hay nada que juegue más con nuestra seguridad que la conquista. No hay nada que nos haya leer, una y otra vez, a la otra persona, como las ganas de que nos quieran. Hacemos y decimos cosas absurdas. Lo que nunca sé, es cómo se ve desde el otro lado. ¿Se dan cuenta ellos del esfuerzo que a veces uno hace? ¿Para qué he tratado de meterme en relaciones donde no podía ser yo, cómodamente, desde el comienzo?

Como verán, sigo con la memoria extraña. No me he olvidado de lo que dije al comienzo: recordamos con detalles las primeras veces que vimos a quien nos importa. ¿Le ponemos un filtro tipo Instagram para que todo calce, y esa relación grite destino? No lo sé. Soy alguien que cree en el amor y que quiere equivocarse mil veces si es necesario, hasta dar con la persona correcta. Por eso, a veces leo en las situaciones un dejo de destino, de determinismo, de trazos que dejan en evidencia que fuimos hechos para quedarnos juntos.

¿Les ha pasado alguna vez que cambian rasgos de su forma de ser, para conquistar a alguien? ¿Y cómo les ha funcionado? Los leo.


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