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El amor en los años del disimulo

Vivimos en los años del disimulo. Corrijo: del amor disimulado. Pasamos los días sabiendo que queremos hablar con esa persona.

Vivimos en los años del disimulo. Corrijo: del amor disimulado. Pasamos los días sabiendo que queremos hablar con esa persona, y las horas se consumen en la búsqueda de excusas para enviar un mensaje; quedamos llenos de duda, el sentimiento se diluye, se acaba, queda en el limbo donde habitan pensamientos: “fue idea mía o alguna vez acá hubo onda”.

Perdemos cinco minutos viendo que esa persona aparece “escribiendo” en whatsapp para finalmente enviarnos un “hola”; grabamos un audio y queremos que exista VAR en la revisión exhaustiva de las emociones que deja ese audio; en vez de sentarnos frente a frente, a tratar de leer las emociones del otro, de dejar caer casualmente una mano en su hombro y ver hacia dónde nos lleva; paseamos por sus redes sociales leyendo segundas intenciones, sembramos esa -hermosa- semilla de pertenencia en chequear si se ha conectado o no; escuchamos una canción preguntándonos qué esconde tras la costumbre cool de ocultar la hora de su última pasada por Whatsapp.

Y pasamos el susto de nuestras vidas cuando en el ánimo de releer una conversación, se dispara la llamada de voz. Tenemos tanta información del otro, que a veces no nos llamamos, “porque sabemos en qué está”. Cuando es sabido que nuestra vida en redes no es nuestra vida. Que las mejores noches compartidas son las que no dejan foto publicable. Y está el tema de las expectativas cruzadas. Porque el filtro de Instagram embellece tanto, que a veces ni siquiera nos acercamos a quien nos gusta, porque pensamos que no cabemos en esa foto perfecta.

En la era del disimulo, Hasta los sicopateos son fomes. La adrenalina a la que soy adicta está amarrada al celular. No se trata de stalkear rozando el delito: antes, en la era de la conquista presencial, era un arte dejarse caer casualmente donde estaba el objeto de deseo. Arte que tomaba años dominar. Y ahora que estoy de vuelta en estas lides, me encuentro con que ya no se hace. El amor está geolocalizado. Entonces si él postea una foto en ese lugar, ¿no será arrastrarme si me aparezco?

Vivimos a medias en los años del disimulo. En la época de no decir lo que sentimos profundamente, porque el resto te acusa de cuática, de loca, de intensa. Yo soy intensa. Nada “Me Gusta” en Facebook. Me encanta y vamos tirando corazones en las publicaciones de mis amigos, porque soy así: intensa. Por eso a veces nada me gusta. Y me da lata cuando converso con amigas y amigos sobre las tácticas de conquista y todas las respuestas son “no hay que decir mucho, no le comentes las publicaciones, si le diste un Like ayer, hoy no”.

No me manejo con recetas de cocina en el amor. No creo en tres cucharadas de calientasopismo, un silencio de una semana, y zas, caer encima. Creo que el amor es un campo de batalla, donde todo está permitido. El exceso de despliegue de armas, el ataque y la retirada cautelosa. Retroceder para juntar fuerzas y volver al ataque. Me carga esta forma de disimular lo que pasa en el corazón o en las pasiones; creo que nos hace mal.

Amar de frente es lo mejor del mundo. Perder el control en la era de Excel es un lujo que todos debiéramos darnos. Sentarnos una noche entera a contarnos lo que el otro nos causa es mejor que tomar Rize. Entreguémonos más a la química del amor. Dejemos de pensar como Comunity Manager en nuestras redes y digamos lo que de verdad sentimos: esa canción eres tú. Ese silencio tuyo no me conquista; me agobia. La forma en que dices mi nombre me descoloca y me perturba de la mejor forma posible. Basta de tanto autocontrol.

El amor está ahí, esperándonos. ¿Por qué seguir disimulando?

 


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